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Los ojos de Europa
19 de octubre de 2024

Raptada una vez más, Europa sueña. Raptada otrora por Zeus tonante, lo es ahora por las corrientes turbulentas de una humanidad que se desangra en miedos y vanidades. Europa sueña. Un hombre, sombrero y dudas, busca los ojos de la princesa, la mirada de madre, de mujer, de dadora de vida y de muerte. Mujer que se parte en tres, como tres son las dantescas salas de los postreros reinos. La mujer se parte, el hombre huye, corre, se aleja de la máscara de plata que anuncia un eco remoto de dolor y culpa, máscara de las soberbias que oculta nuestra pequeñez desnuda.

La arena se desliza presurosa por el cuello de todos los cristales deteniéndose apenas, leve, efímera, en las notas destiladas del piano, en el rocío prendido de plata que es rosario de perlas y desdichas resbalando sobre las hojas de la eternidad. Arena convertida en piedra, amalgamada bajo el peso tibio de mil soles. Piedra gris, piedra muda, mancillada acaso por la vulgaridad de lo cotidiano, o tal vez salvada por la danza diaria de las almas que la pisan, que la acarician, que la ignoran, que la aman.

En el devenir de los momentos, quedo, mudo, un rumor sonoro eleva la íntima plegaria por una respuesta certera a la eterna duda. Y llega la respuesta cargada de luces de Navidad y de recuerdos de rostros de pan recién horneado en un lugar junto al mar: nostalgia y soberbia. Ambas danzan al compás de la música perfilada de tiempo que se deshilacha, vuelta y giro, en la trama de todas las tempestades. En el teatro del silencio, tal vez un guiño sutil a aquel otro teatro “sólo para locos” al que invitaba Hesse a su lobo estepario, se revelan más verdades que en mil vidas.

El hombre camina ahora, alma solitaria en un mundo tan lleno de máscaras y de miedo, de risas y de anhelo; tan lleno, que parece vacío y yermo. Un encuentro fortuito, o no, con la máscara de plata en la fuente de todas las batallas recuerda al caminante que aquello que añora no está cerca ni lejos, simplemente está, pero no se encuentra. Plano superpuesto de realidad manifiesta, jergón ajado por años que vuelan presurosos hacia el océano de la eternidad en el que el hombre recuesta su cabeza buscando consuelo. Y de nuevo la mujer.

Los dos se sumergen, lágrimas y fuego, en la alberca primigenia. El agua como recuerdo materno, refugio y condena, tan llena de gotas y pena que no nadan juntos porque sería insoportable, porque sería impensable que pudiesen compartir de nuevo lo que un día perdieron: la tibieza de un sueño, la dulzura inocente del amor ingenuo.

Ambos se reúnen y unen, y hablan y danzan, y sueñan, juntos; ambos se anhelan pero en el sueño se quedan y no dicen los labios lo que el corazón desea. Una amargura prendida entre ellos agrieta la corteza de la irrealidad. La mujer cruje y se desdibuja bajo la inmundicia del recuerdo de la crueldad animal, traicionada en su propia esencia, es testigo descarnado de la maldad que acecha, vilipendiada y despojada por dentro y por fuera. El hombre la consuela, a su manera, sabiendo que una vez más se han encontrado camino del océano eterno en el que los justos sueñan.

Las máscaras hablan, Melpómene y Talía nos enseñan algo tan español como la tragicomedia, la realidad deformada en el callejón del gato, taberna y piedra y hiedra mascada por las mujeres que subían danzando a celebrar las Antesterias. La comedia como núcleo de la festividad. La máscara risueña nos recuerda que la pena aguarda tras los pliegues de oro de una capa de plata.

Y de nuevo la piedra. Una caricia muda detiene el tiempo y los pasos del hombre se acercan con cadencia de misterio y hielo. Su “otroyo” que tal vez no sea, vigila los devaneos del hombre que se afana en la lectura del Libro de libros. Y, sin pensarlo ni quererlo, cierra el Libro y piensa, piensa en la Navidad de su infancia, en la gente a la que ama y el Libro se cierra, porque lo que sus palabras esconden vive en la realidad límpida de lo cotidiano, tan sutil y simple que inexistente pareciera.

Ambos se confiesan y viene el llanto y el querer cambiar el pasado. Pero ambos se besan y bailan cual átomos en el eterno poema de Rumi, porque todo es circular. En los pliegues y repliegues se pule el dolor y pierde la rosa sus espinas. Atruenan los tambores y las campanas repican. Mientras unen sus manos contemplan el rostro de madera de un Dios hecho tierra, con la frente perlada de sudor sanguinolento, recuerdo perenne de que fue igual a nosotros en todo, incluido el miedo, en todo salvo en el pecado de no creer. La negación nos despoja de la chispa divina que nos anima y sólo quedan el polvo y la tristeza y somos barridos por el viento impetuoso de nuestra propia condena.

La catedral reverbera, fuera la guerra, angustia y miseria. Dentro resuena el canto de todas las alegrías, oda eterna a las almas que giran en los espacios inmensos de todos los cielos. Los ojos de Europa se abren en Santiago de Compostela y son los ojos de madre y madera, de mujer y de tierra que nos observan cálidos, incólumes desde los remotos tiempos en los que de Ishtar fueran.

Y ambos se miran y ambos se acuestan en los brazos mullidos del sueño del que no se despierta… pero despiertan….

A Juan Pinzás,
por recordarnos que el cine es más que contar historias.

 

 

 

 

Mira el tráiler: Atlántico Films: Los ojos de Europa

J. M. Varela