
Una música que se antoja lejana se aproxima a mis oídos, girando en el aire soñoliento del otoño. Ora sube acompañada por violines en rápidos arpegios, ora baja con movimientos cadenciosos de solista y acompañamiento al fondo.
Apenas entra ya luz por el gran ventanal que se abre sobre las aguas del canal. Recuesto mi cabeza y escucho la melodía mientras mis párpados se cierran y mis labios se comban en una leve sonrisa. Mi olfato registra los olores acre de la madera centenaria y del papel antiguo de los libros apilados ordenadamente en las estanterías de la sala.
Nada en qué pensar, pero aún así, pienso. Pienso en todo el tiempo que se desperdicia en eso que hemos venido en llamar trabajo y que poco se parece a lo que debería ser el trabajo bien entendido. Pasamos la mayor parte de las horas del día sentados, con los ojos fijos en una pantalla y cerrados al mundo, con los oídos atrofiados por los sonidos de los teclados y de los insistentes timbres de los teléfonos. Compromisos y más compromisos a los que no podemos renunciar pero que tampoco deberíamos aceptar ocupan nuestro pensamiento, difuso en el ir y venir de reuniones, agendas y preocupaciones.
Todo ello es volátil y pasajero, su única huella es el desperdicio de las horas que se consumen en estos quehaceres y su único provecho es la fútil recompensa dineraria que obtenemos a fin de mes y que nos permitirá alimentar pequeños placeres y gustos en los que invertir el tiempo en nuestros momentos de ocio.
¡Qué vida tan extraña! Tan ajena a lo realmente importante, tan distante de lo que alimenta y eleva nuestra propia realización como personas. Sin otro objetivo más que obtener un salario, dejamos pasar nuestras vidas en medio de pequeños recados, proyectos difusos y complicaciones adquiridas. Y mientras pasa, nos engañamos pensando que ya tendremos tiempo de disfrutar más adelante, confundiendo el disfrutar con el lograr cosas y momentos caros de comprar.
Sin embargo, aquí estoy, con mi cabeza recostada y sintiendo, viviendo, utilizando todos mis sentidos de forma consciente. Abro los ojos y veo el fresco del techo, que representa de manera deliciosa estampas de carnaval. Las misteriosas figuras cobran vida en medio de la semipenumbra que se cierne sobre la habitación, danzando al compás de la lejana música de violines.
Tengo muchas cosas pendientes, trabajos, proyectos, compromisos, pero por un momento reflexiono sobre las consecuencias de no cumplir con ellos, de no terminarlos. ¿Acaso el mundo se pararía? Lo más grave que podría ocurrir es que otra persona ocupase mi lugar, y que mi buena reputación cayese en picado. Graves consecuencias para una vida de apariencia y dependencia, pero minúsculas comparadas con el desperdicio que supone el preocuparse por ellas.
Sé que volveré a ellas, pero mi visión se ensancha en estos momentos, mis horizontes se expanden y la posición de testigo adquiere una razón de ser extraordinaria. Por un momento formo parte de la mascarada, contemplando desde la seguridad del anonimato las vidas que pasan ante mis ojos, contemplándome a mí mismo, sentado en el sillón de la sala, estático, mientras el mundo sigue girando sin ser consciente de su propia finitud.
Me pregunto por qué no puedo quedarme aquí, así, por siempre. Y sin embargo, sé que no puedo, sé que no debo, porque sería otra forma de desperdiciar el paso por esta vida, acaso más cobarde que las demás. Me basta con refugiarme en momentos como este, para frenar mi propia existencia y ser consciente de lo que hago y de lo que soy. De otro modo, sería arrastrado por el torbellino de las preocupaciones y responsabilidades, y mi vida ya no me pertenecería nunca más.
Me llaman, ha llegado el momento de abandonar el palacio veneciano.
J. M. Varela