
I
La luna de nácar brilla en mitad del cielo, ora velada por una leve gasa de seda, ora tapada por una rama de ciruelo, parece danzar rodeada por miles de lejanos y brillantes espectadores que le hacen guiños.
Caen los pétalos. La melodía extraña y desafinada de un koto teje en el aire de la noche una sutil maraña de sentimientos encontrados que se incrustan en el pecho del joven noctámbulo. No puede dormir, esta noche no. Prendido en sus entrañas lleva un tizón al rojo vivo que no le deja descansar. Sus ojos otean un horizonte cerrado por los picos de numerosas montañas y debajo del peñasco que le sirve de pedestal el viento gélido riza la superficie de un lago profundo y ancho.
“En la tercera luna desde hoy regresa a este lugar y nos veremos de nuevo. Cuando escuches la melodía del koto tiende tus ojos hacia el lago, porque estaré cerca”.
Hacía exactamente tres lunas el paseo nocturno del joven fue interrumpido por la melodía de un koto. En un principio pensó en pasar de largo, creyendo que sería algún monje itinerante. Pero aquella melodía no era normal. Había algo en ella. Algo terriblemente triste, sutil, melancólico. Así que decidió ver quién tocaba de aquella manera.
Se apartó del camino y tras unos arbustos encontró un peñasco que quedaba suspendido sobre un profundo lago. Al principio sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal al recordar las historias que le contaba su abuela cuando era pequeño sobre los lagos escondidos y sus traicioneros moradores. Sin embargo, sobre aquel peñasco no vio ningún fantasma ni espíritu vengativo, sino una muchacha. Estaba sentada sobre sus pies y vestía un kimono muy raído y andrajoso. Su cabello, aunque asedado y brillante le caía por la espalda y los hombros como una cascada de azabache, quedando a merced del viento nocturno. Su figura era breve, casi etérea.
El joven no se atrevió a dar un paso más por si la asustaba y dejaba de tocar. Así que decidió quedarse medio tapado por los arbustos, escuchando aquella fascinante melodía. En lo que duró la misma, permaneció ensimismado, buscando la mirada de la joven. El koto quedó en silencio tras una nota que sonó como un desgarro horrible y profundo. El joven sintió cómo se le erizaba el vello del cuerpo, porque a la vez que el instrumento produjo aquella terrible nota, los ojos de la muchacha se clavaron en los suyos. Eran como dos inmensos pozos de negrura y reflejaban la escasa luz de la luna. Por sus mejillas de porcelana resbalaban abundantes lágrimas.
–¿Qué quieres? –La voz de la muchacha era como la brisa que mecía las ramas, pero al mismo tiempo era poderosa como un vendaval. El joven se había quedado sin palabras. Al fin pudo balbucear.
–Lo que quiero es ayudarte, quiero que olvides esos andrajos que vistes y que vengas conmigo. –Se sorprendió a si mismo diciendo estas palabras, ya que nunca se había interesado por ninguna muchacha. La joven sonrió y al mismo tiempo arqueó sus finísimas cejas, sorprendida.
–¿Quieres que vaya contigo?
–Si. –El joven estaba muy seguro de lo que decía.
–No me conoces, no sabes nada de mí. ¿Por qué dices que me quieres ayudar?
–No importa que no te conozca, he visto tus ojos y he escuchado tu voz y con eso me basta. Soy rico y poderoso y a mi lado vestirás kimonos de seda pura y te perfumarás con azahar.
–¿Pretendes comprarme? ¿Es esa la ayuda que me ofreces?
–No es mi intención comprarte, sino complacerte y hacerte feliz.
–Y porque me ves vestida con andrajos y llorando crees que soy desdichada, ¿cierto?
–Es evidente, y no soporto verte sufriendo, tu mirada y tu voz me han fascinado y tu rostro se ha clavado a fuego para siempre en mi alma. Ven conmigo, te lo ruego.
–Eres un joven imprudente, pero está bien. En la tercera luna desde hoy regresa a este lugar y nos veremos de nuevo. Cuando escuches la melodía del koto tiende tus ojos hacia el lago, porque estaré cerca… ¿vendrás? –Esta última palabra la pronunció con una cadencia extraña que insinuaba un deje de desconfianza.
–¡Aquí estaré!
Acto seguido, la muchacha se levantó y dirigiéndole una última mirada al joven comenzó a descender por un empinado y agreste camino que comenzaba en el peñasco hasta perderse en la orilla del lago, muchos metros más abajo. Sus pisadas eran tan leves que apenas se escuchaban y los andrajos que vestía ondeaban en la gélida noche acompañados de su cabello.
J. M. Varela