Pirata
Conversación pirata
3 de octubre de 2024

Era una noche clara, despejada y cálida. El navío se mecía dulcemente con la cadencia del suave oleaje del Mar Caribe. Una brisa tímida rizaba levemente la bruma del bosque que se extendía más allá de la cercana playa, flotando a la luz de la luna llena. Se estaba bien en cubierta. Para un chico con poca experiencia de la vida que había abandonado la confortable miseria de su crudo hogar, aquello era una estancia de lujo a bordo de un sueño negro de velas de azabache.

Recuerdo que subí las escalerillas hacia el puente y me quedé ensimismado, contemplando el rielar de la luna en la superficie del mar. De pronto, algo llamó mi atención, una figura oscura arrebujada en las sombras, alta, recia. Era el capitán. Estaba con una mano apoyada en la batayola del alcázar y en la otra parecía sostener algo. Bajé lentamente los escalones y me quedé a pocos pasos de su espalda. De pronto se giró y noté que sus ojos de hielo negro se clavaban en los míos. Reflejaban la luna como dos pozos de negrura y sentí como el miedo me subía por la espina dorsal, perlando mi espalda de un sudor frío. No era más que un grumete de poca monta y debía estar en mi hamaca a esas horas, no deambulando por cubierta.

De pronto su mirada se suavizó y me invitó a acompañarle en la batayola. Cuando estuve a su lado vi que lo que tenía en la mano era un pequeño portarretratos de plata, lo sujetaba abierto entre sus dedos, sosteniéndolo con suavidad, y en él se podía apreciar el rostro ovalado y hermoso de una mujer de cabello largo y ondulado. Nunca olvidaré la expresión de sus ojos soñando singladuras a través de la niebla de la noche, crepitando en las llamas de batallas olvidadas, pero sobre todo anhelando unos brazos que rodeasen su cuello, los brazos de aquella mujer.

Sin moverse me preguntó:

–Muchacho, ¿tienes a alguien esperando tu regreso a tierra? –Su voz sonó melancólica, tan diferente a cuando gritaba órdenes e improperios desde el castillo.
–No, capitán –repliqué–, nadie me espera.
–Eso no está bien. Uno siempre debe tener a alguien esperándolo en algún lugar.

Yo miré sin disimulo aquel pequeño rostro de mujer y él, al darse cuenta, cerró bruscamente el portarretratos. Pese a que el miedo quería volver a trepar por mi espalda, le pregunté:

–¿Es su mujer, capitán? –por respuesta obtuve una sonora carcajada.

–¡Yo no tengo esposa muchacho! Y dudo que tú la tengas algún día si sigues dedicado a surcar los mares en busca de botines y matando hombres. No, no es mi esposa, pero el recuerdo de su piel y de su olor me hacen soñar con la posibilidad de que el mundo sea hermoso más allá de toda su inmensa crueldad. No es mi esposa, pero sí he estado enamorado de ella.

–¿Qué es el amor, capitán? –Sus ojos se volvieron a posar en los míos, pero en esta ocasión su mirada era tierna. Sonriendo me dijo:

–¿Nos ha salido poeta el grumete? –Volvió a soltar una risotada, mientras me golpeaba el hombro con su mano abierta–. Nadie tiene una respuesta para eso muchacho, cuánto menos un despreciable pirata con las manos manchadas de sangre y el corazón de pedernal, como este viejo que te habla. Pero si quieres conocer mi opinión al respecto, entonces escucha atento. Te hablaré del amor de pareja, de ese amor que se busca y que rara vez se encuentra, de ese compromiso entre dos personas libres, de compartir lo que les quede de vida.

¿Ves ese bosque, muchacho? Es un bosque tropical. Eso es para mí el amor: un bosque tropical frondoso, verde, salvaje, hermoso. ¿Sabes qué es lo que hace que un bosque sea tan frondoso y verde? La lluvia en abundancia y el calor del sol. Y fíjate, la lluvia no son más que muchas gotas de agua cayendo sin parar. Aquí radica la esencia: en las pequeñas gotas de lo cotidiano. Cada gota es un momento que se comparte con la otra persona, momentos minúsculos y triviales. Recuerdo que con aquella mujer fregué platos, barrí suelos, fui al mercado a comprar hortalizas, me senté mirándole a los ojos, reí con ella, discutí con ella, yací con ella, sufrí con ella, me alegré con ella, la amé. Cada momento, por más pequeño que fuera era un regalo gigantesco, porque cada momento con ella era tiempo compartido y, muchacho, el tiempo es lo único que no se puede recuperar, es nuestro bien más preciado y también el menos valorado.

Cada minuto que me regaló de su tiempo, cada segundo que yo le regalé del mío, fueron conformando un aguacero y en sus charcos, las semillas plantadas con los pequeños gestos, con las atenciones y con los sueños crecían y crecían, convirtiéndose en árboles enormes y robustos capaces de soportar tormentas y tempestades.

Porque, créeme muchacho, las tempestades llegan. Pero fíjate en ese bosque que tienes enfrente. Cada año es azotado por terribles huracanes, golpeado por brutales tormentas y sin embargo, ahí permanece, incólume. La tempestad podrá quebrar alguna rama o tumbar algún árbol, pero la rama y el árbol abonarán el suelo y el bosque crecerá todavía más frondoso y verde, calentado por el sol del respeto y del cariño, de la confianza y de la sinceridad.

No busques chispazos efímeros si verdaderamente quieres experimentar un amor de verdad. Busca gestos velados, sonrisas pícaras, labios ardientes de sonrisas francas, miradas que se encienden con la pasión de un sueño. Busca a alguien en quien puedas hacer crecer los sentimientos, al igual que crecen las semillas en el bosque, a su ritmo, sin prisas. Los sentimientos que crecen rápido se mueren rápido. Los que crecen lentos en donde no había nada, permanecen por siempre. Los chispazos y las semillas que crecen rápido, dan lugar a bosques secos que son arrasados por la primera tormenta, dejando tan solo rocas estériles tras de sí. Este amor sólo trae dolor, muchacho. Lo experimentarás sin duda y sufrirás por ello, pero madura y busca el otro tipo de amor. Y no pierdas el tiempo tratando de hacer crecer sentimientos en los páramos, no siembres donde no hay vida, siembra sobre el terreno fértil de la amistad.

Y por encima de todo, muchacho, ¡vive! De eso se trata este teatro: de golpearse y hacerse daño, de aprender para no volver a ser herido y también de aprender a no herir. Ríete a mandíbula batiente del mundo, y únete a la carcajada eterna de la creación.

Sí, amé a esa mujer, aunque no sé si ella me habrá amado a mí. Ese es el frío que atenaza mi alma y la estremece, pero también es el acicate que me empuja a sobrevivir, para volver a verla y para saber de una vez por todas si en verdad me está esperando.

El viejo pirata levantó su mirada hacia la luna, como si en ella pudiese ver reflejado el rostro de su amada. Olvidó por completo mi presencia. Se arrebujó en su capa hecha jirones y, cojeando, se perdió en las sombras del navío que era su libertad y su prisión, tal vez deseando alcanzar su camarote para soñar con aquella mujer de rostro ovalado.

J. M. Varela