Constantinopla-reflexiones
Constantinopla
3 de septiembre de 2024

En estas horas en las que la oscuridad comienza a extenderse por esta parte del mundo y cuando el frío de la soledad anida en mi corazón, es cuando desearía transportarme a otras épocas, a otras historias, ajenas a la mía propia, en busca de un reflejo de lo que un día hemos soñado que pudo haber sido pero que nunca ha existido, en busca de ese brillo incorpóreo de lo perfecto y añorado, de una brisa suave, de una caricia cálida, de un abrazo fraternal.

Me gustaría embozarme en los pliegues de mi capa y recorrer las calles de Constantinopla, pocos años antes de su caída definitiva ante el turco. Ver las cúpulas de Santa Sofía, contemplar el Cuerno de Oro, presenciar las disertaciones sobre el cosmos del Logoteta Metoquita, tratando de leer entre líneas sus maquiavélicas intenciones, caminar al lado del Basileos acompañándolo en sus preocupaciones, gozar de alguna de las magníficas fiestas en el palacio del Gran Doméstico, mezclándome con los bizantinos en la representación decadente de un imperio en ruinas, extasiándome con ellos en la contemplación del ideal clásico. Bailar con las doncellas de las nobles familias de la aristocracia, intimando con alguna de ellas a la luz de la luna y de las estrellas, al abrigo de un árbol, confidente perfecto de nuestros más profundos anhelos.

Me gustaría entrar en la gran Biblioteca y redescubrir un mundo olvidado que cincelaría una vez más el devenir de la civilización. Bucear entre los textos de Platón, Aristóteles, Heráclito, Parménides, Homero, Virgilio, Hipatia aspirando la suave fragancia del conocimiento que aquellas personas legaron al mundo y a la historia, y que ahora volvía a perfumar a la civilización, sin que ésta se diera cuenta de ello, enzarzada como estaba en luchas fratricidas por el poder, en enfrentamientos cruentos entre nobles estirpes, innecesaria barbarie.

Me gustaría callejear por los ríos de miseria de aquella vieja perla descolorida y maltrecha, pero todavía hermosa, todavía resplandeciente, que ardía a las orillas del Bósforo. Contemplar la inmundicia de unas gentes que sangraban su miseria en lugares que habían sido testigos mudos de un esplendor que sólo la antigua Roma podía eclipsar. Cantar en las tabernas, escuchando palabras de abatimiento y de rencor que preconizaban la guerra civil que acabaría con el último vestigio del sueño romano.

Me gustaría penetrar los misterios de los hesicastas, contemplar los sagrados iconos envueltos en el silencio de la oración mística, perturbada tan solo por el canto de los popes, elevándose junto con el incienso, en una plegaria universal. Me hubiera gustado arrodillarme ante al Pantocrátor, buscando en su mirada cálida la respuesta a los porqués de un mundo que se derrumbaba, de una paz que se tambaleaba, herida de muerte por las estocadas de la ambición que llegaban desde Venecia, Génova, Aragón, Avignon, Serbia, Tesalónica y desde el seno de la propia Constantinopla, ciega ante la amenaza otomana.

Me gustaría haber presenciado con mis ojos la caída del último bastión del mundo clásico. Pero no puedo. Vivo en una época que no reconozco como mía, aunque quizás ninguna lo hubiera sido. Es la condena del poeta, dicen muchos. Otros dicen que, simplemente, es la condena del necio. Ni lo uno ni lo otro. Tal vez ni siquiera sea condena, sino catarsis que eleva el espíritu transportándolo a épocas remotas e idealizadas donde los problemas del mundo parecen difuminarse tras la pátina que otorgan los siglos, aun cuando, en el fondo, es claro y evidente que la historia camina en círculos y nosotros con ella… A veces desearía no tener recuerdos…

J. M. Varela